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jueves, 22 de mayo de 2025

Curas asesinos, Iglesia criminal.

 Curas asesinos, Iglesia criminal.


El  cura de Navarra Antonio Oña, armado con pistola y uniforme de campaña,  decía a una madre que intercedía por la vida de su hijo condenado a  muerte: "Mira hija, si lo matan ahora irá al cielo. Si no lo matan,  volverá a la andadas y se condenará. ¿Qué mejor momento para morir que  ahora que está confesado?". Fue nombrado canónigo de Pamplona y en 1956  ascendió a Obispo de Mondoñedo.


El cura de Zafra (Badajoz), Juan  Galán Bermejo, capellán de la 11ª bandera del 2º Regimiento, estaba  entre los asaltantes a la catedral. Descubrió a un miliciano escondido  en un confesionario y lo mató con su pistola. Galán se jactaba,  mostrando su pistola, de que llevaba «quitados de en medio más de cien  marxistas».


El sacerdote de Calahorra (Logroño) Francisco Lajusticia vestía el uniforme de Falange con pistola al cinto.


El  cura de Badajoz, Isidro Lombas (o Lomba) Méndez participó en la  represión, pues elaboraba las listas de quienes aún vivían y había que  de­tener para llevarlos a la Plaza de Toros.


El coadjutor de la  parroquia de Murchante (Navarra) Luis Fernández Magaña, administrador  del Conde de Rodezno era requeté y daba los tiros de gracia a los  fusilados que habían sido sacados de la cárcel de Tafalla por un grupo  de requetés el 21 de octubre de 1936, antes de arrastrarlos a la fosa  común.


Por la sastrería eclesiástica de Benito Santesteban en  Navarra, pasó a comienzos del verano de 1936, días antes del «glorioso  movimiento nacional», el obispo de Zamora Manuel Arce Ochotorena, quien  al despedirse de Santesteban le dijo: «Bueno, si en lugar de sotanas me  envías fusiles ¡mejor que mejor! Ya me entiendes.»



El sacerdote  Alejandro Martíne, le contó a Ronald Fraser para su historia oral de la  guerra civil que «fue a partir de aquel día [14 de abril de 1931] cuando  comprendí que nada se conseguiría por medios legales, que para  salvarnos tendríamos que sublevarnos antes o después.»


Ramón  Palacios García, párroco de la localidad burgalesa de Hormaza, quien se  había «ofrecido» desde el mismo día de la sublevación a Falange Española  «y en su doble calidad de soldado y ministro del Señor, acudió después  allí donde el deber le llamaba», al frente de guerra. Cayó herido  «alabando a Dios y vitoreando a España por brindarle Aquél la ocasión de  derramar la sangre por su Patria». Según la crónica del Diario de  Burgos del 18 de agosto, ese belicoso sacerdote se había incorporado a  la «innumerable falange de mártires de la cruzada»


En Alsasua,  según el testimonio del entonces párroco Marino Ayerra, los capuchinos  «estaban como fuera de sí, poseídos de la exaltación de la hora  mesiánica». «Hemos hablado con los requetés», declaraba el padre jesuíta  Huidobro, capellán de la Legión, «que lo llenan todo de religioso  idealismo, patria y hasta elegancia (...) ¡Cómo hablan de la muerte!...  Este espectáculo de un pueblo que sólo sabe rezar y luchar es algo tan  grande...». Y fray Justo Pérez de Urbel escribía: «¡Qué estallido de  entusiasmo! ¡Qué desprecio a la muerte!”»


En Badajoz, un cura le  dijo a Mario Neves (periodista portugués revelador de la matanza de la  plaza de toros) que los muertos eran tantos que no era posible darles  sepultura inmediata y que sólo la incineración masiva conseguiría evitar  que los cadáveres se pudrieran. El 17 de agosto el cura acompañó a  Neves al cementerio. Habían derramado gasolina y centenares de cuerpos  ardían. El sacerdote, consciente de que el espectáculo desagradaba a  Neves, se lo explicó con toda claridad: «Merecían esto. Además, es una  medida de higiene indispensable.»


El  arzobispo de Santiago Tomás Muniz, en una circular del 11 de noviembre  de 1936 ordenaba a los párrocos que se abstuviesen «de dar certificados  de buena conducta religiosa a los afiliados a sociedades marxistas». Lo  que tenían que hacer los curas era «…certificar en conciencia, sin  miramiento alguno, sin tender a consideraciones humanas de ninguna  clase»



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